Prensa

Sobre Los trabajadores del frío

Diario Perfil, Cultura, domingo 2 de enero de 2011

Literatura en fiestas

Por Damián Tabarovsky

(…) “Llegué a casa de leve malhumor, y con ánimo de leer. Así que empecé Los trabajadores del frío, novela breve del propio Ramiro Quintana (Buenos Aires, 1983) que acaba de publicar la nueva editorial Acento Impar. La leí de un tirón. Después de El intervalo, y sobre todo de Ritmo vegetativo, Quintana profundiza la idea del lenguaje como proliferación, como la invención de una lengua dentro de la lengua. En el cruce entre relato sobre el mundo absurdo de las ovejas, y reflexión sobre el extravío del sentido, la narración avanza –mejor dicho, avanza sin avanzar– por un camino que pocos se atreven a tomar en la literatura argentina contemporánea. Deteniéndose un paso antes del virtuosismo, y dos más allá del sentido común, Quintana va construyendo una escritura imposible de antologizar, de definir por el tema, de capturar de inmediato. Los trabajadores del frío es una de esas pocas novelas recientes que operan con la sintaxis bajo el modo de la libertad”.

La columna completa, cliqueando aquí.


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Diario Página/12, Radar Libros, domingo 6 de febrero de 2011

De mozalbetes y meretrices

Un viaje al barroco del Siglo de Oro en una breve novela que instala a un interesante narrador joven y clásico a la vez

Por Sebastián Basualdo

Los trabajadores del frío podría definirse en principio como una nouvelle ajena a los cánones literarios actuales. Si algo inquieta, al punto de volverla interesante, no es tanto su temática o estructura como el hecho de reconocer al leerla, un narrador que emula de modo sutil aquellos rasgos estilísticos propios de lo que suele denominarse Siglo de Oro español. Naturalmente, la prosa ligeramente barroca está en función de amalgamar una multiplicidad de géneros que se dieron en el siglo XVI, con la novela pastoril, bizantina y picaresca, entre otras, hasta alcanzar el concepto de esperpento de Valle Inclán como guiño al lector entre evocaciones para nada solemnes.
Inteligente, perspicaz y con momentos muy logrados en lo absurdo, Los trabajadores del frío, de Ramiro Quintana, tiene personajes como el tuerto Teófilo, por ejemplo, quien había perdido el ojo cuando “siendo un mozalbete, ora timorato, ora temerario, siempre imprevisible y ávido, se lanzó –las manitas temblorosas sobre el manubrio, los párpados entrecerrados, los ríos de gélido sudor atravesándole los mofletes, el viento rizándole los rizos–, pedaleando de pie a expensas de dos piernas tipo retaco, en una bicicleta rodado 28, por la abrupta, pedregosa ladera de una de las montañas de la región”. Teófilo, primero de una serie de controvertidos personajes que van a desfilar como presentaciones efímeras en pequeño núcleos narrativos, es el esposo de Clarisa, quien, al decir del narrador, “no era una meretriz. Lo sé: debí haberlo dicho antes, a fin de no generar malentendidos o falsas expectativas. Sus cabriolas sexuales, las de Clarisa, tenían como finalidad la obtención de un efecto emocional, no la obtención de efectivo. Dicho esto, su favoritismo, empero, tenía núcleo amén de cuerpo, y lo componían los leñadores y sobre todo los carteristas –a la hora de detectarlos, su olfato era infalible, la razón por la cual abrigaba la certidumbre de que nunca un carterista había hollado el mismo suelo que ella–”.
Habitantes de una aldea remota donde “todo se pierde y nada se transforma, como sus personajes que oscilan entre buscadores de hierbas medicinales con el fin de curar el insomnio, criadores de ovejas que se disfrazan infructuosamente de lobos, trabajadores de circo que espantan roedores mirándolos a los ojos, son algunos de Los trabajadores del frío del joven escritor Ramiro Quintana, nacido en 1983 y autor de El intervalo (2006) y Ritmo vegetativo (2008), que nos permite recordar que el mundo es al mismo tiempo joven y viejo, como el individuo, se renueva con la muerte y envejece con la infinidad de los nacimientos.


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Diario Tiempo Argentino, Cultura, domingo 13 de febrero de 2011

Un elogio dedicado a lo incompleto

Por Juan Pablo Cinelli

La última novela de Ramiro Quintana pone en evidencia lo fragmentario y arbitrario del comienzo y desarrollo de todo relato.
 
Dice así:
Especie de libro otoñal que parece haber perdido algunas hojas –igual que el árbol que ilustra su cubierta (que las ha perdido todas)–, el relato de Los trabajadores del frío empieza en medio de la nada con esta fórmula, que además oficia de alternativa al clásico “Había una vez” de los cuentos para chicos. Con un recurso tan sencillo, Ramiro Quintana consigue dar a su última novela el aspecto de una manufactura incompleta. Pero, a diferencia de otras obras deliberadamente inconclusas, lo que le falta a esta se encuentra ausente ya desde el comienzo. Un recurso hábil que discute con una premisa de evidente falsedad: que existe la obra de arte completa. Toda la literatura (excepción hecha de los Libros Sagrados, cuya narración arranca incluso antes de la Historia misma) está conformada por relatos empezados, segmentos arbitrarios sobre líneas siempre infinitas. Lo que hace Quintana en su novela es volver evidente esta condición, a partir del simple mecanismo de empezarla como si ya lo hubiera hecho antes. El recurso se repite; entonces es posible comenzar a sospechar la circularidad.

Por eso:
Entre la trampa mortal del lenguaje con el que Quintana construye un narrador ultrabarroco, y sus personajes erigidos con la gracia de lo cotidiano, son tres los humores que atraviesan a Los trabajadores del frío. El de un lenguaje forzado hasta el ridículo; el que surge de la idiosincrasia misma de los personajes que habitan cada relato y, por último, aquel que genera el contraste de los dos anteriores. El resultado final es una novela episódica, que narra la Historia y las historias de los habitantes de un pueblo de pastores de ovejas. Un relato que comienza con un rebaño perdido y que podría ser el mismo que aparece al final, como santo remedio para el insomnio del vago del pueblo. Otra vez el círculo. Entre un punto y otro, una serie de personajes únicos se van apilando en una mitología de lúcido sinsentido. Un hombre tuerto que, allá en la infancia, dejó su ojo en el rayo de una bicicleta; o su mujer que, encendida por el deseo de hacerse amar por un carterista en un pueblo donde no existen las carteras, debe primero inventar lo último para permitir que de ahí surja el delito.

Al fin:
Los trabajadores del frío resulta tan inesperada como breve y desquiciada, pero aunque rara, para nada huérfana. Si hubiera que rastrear una genealogía próxima en la cual encontrarle parientes a la última novela de Quintana, no habría que descartar las Dos fantasías memorables de Bustos Domecq y Un modelo para la muerte de Suárez Lynch, ni alguna de las impares novelas italianas de J. Rodolfo Wilcock (verbigracia, El templo etrusco). Basta para todos.

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Blog de Eterna Cadencia, 27 de febrero de 2011

La exuberancia que llegó del frío

Ramiro Quintana habla de su tercera nouvelle, Los trabajadores del frío (Ed. Acento Impar).

Por PZ.

Mide por lo menos dos metros y debe estar por encima de los cien kilos. Si en sus manos cualquier libro se vuelve chico, este que acaba de publicar en Acento Impar, que es pequeño de por sí, podría desaparecer de un momento a otro.
Los trabajadores del frío es la tercera novela breve de Ramiro Quintana, que condensa, en un relato onírico de apenas 60 páginas, vida y desventuras de un pueblo de pastores en las montañas de la Patagonia. En un paisaje blanco y helado, el calor llega a través del lenguaje florido del autor en donde se percibe la herencia caribeña de Lezama Lima.
—¿Cómo se relaciona el paisaje blanco con el lenguaje barroco?
—En lo que hace al lenguaje, todas mis novelas son más bien frondosas. La primera, El intervalo, transcurre en un cuarto de hotel: ese espacio físico, ese no lugar se prestaba para cualquier tipo de lenguaje. Ritmo vegetativo sucede en una especie de vientre selvático y creo que era el lenguaje que pedía la novela. Con esta me senté frente a la computadora a ver qué salía y aparecieron esas ovejitas y el paisaje gélido. Para las novelas y libros de ficción que se publican hoy en día, donde impera un vínculo más anémico con la lengua, que muchas veces se vende como minimalista o despojado, entiendo que dentro de ese panorama, por comparación, mi novela resulte barroca. Pero si a mí me nombran el barroco pienso en Lezama Lima, en Góngora o en el Siglo de Oro español. Al lenguaje, más que barroco, lo pienso en términos de una lengua que significa contra una lengua común. Un lenguaje que puede desplegar su ser y su violencia -esto, en realidad, es una idea de Quignard que está en Retórica especulativa- pero no expresarlo. El libro se construye de esa lengua ignorante. Me di cuenta de que había un desfase entre el trabajo del lenguaje y el espacio, pero no le di mayor importancia. Creo que involuntariamente le fui dando más lugar al humor, la escritura se volvió más permeable.
—¿El humor como un efecto buscado o como algo encontrado?
—Hay que esperar al humor. Uno puede construir un chiste que funcione, que haga reír, que se base en la estructura clásica del cuento — introducción, nudo y desenlace o remate– que haga “las delicias” de la audiencia o el lector. Pero en este caso lo esperé, fue apareciendo y no me lo censuré. Permití que fuera creciendo, a veces en líneas más sutiles, a veces más grotesco. Lo hice pensando en aquello que decía Macedonio Fernández sobre el chiste, que pone la risa en duda. Hay un transfondo de malicia, incluso de crueldad, en el humor de esta novela.
Están muy bien los nombres de los personajes, como Teófilo que en su origen habla del amor a Dios y, sin embargo, parecería que Dios lo hubiera abandonado: queda tuerto, pobre y cornudo. ¿La elección de los nombres fue deliberada?
—Sí, los elegí deliberadamente. En el caso de Teófilo y en todos los demás. En realidad, acaso acicateado por la predilección de mi abuela paterna por los nombres extraños, que no los usó para nombrar a sus hijos tal vez porque mi abuelo puso un poco de cordura, pero que siempre me quedaron rebotando. El protagonista de mi primera novela se llama Virgilio, de ahí en más puedo hacer una serie de nombres extraños. En algunos casos como Teófilo si se da lo que planteás, pero en otros, si hay una cifra, tiene que ver más con lo íntimo que con algo que el lector tenga que descifrar.
—La novela trae un acápite de Juan Emar: “saltan los abanicos blancos por todo el firmamento”. ¿Cómo debería leerse la novela en relación a este acápite?
—Primero es una declaración de amor a la narrativa de Juan Emar. Con respecto a la novela, la estructura narrativa es casi un abanico que se pliega y se despliega de acuerdo con los personajes larvarios, que no llegan a desarrollarse del todo.
—En diferentes reseñas se hace referencia a lo inacabado de la novela, algo que, debo decirlo, yo no lo encuentro. ¿Entendés a Los trabajadores del frío como una novela incompleto?
—Sí, en la medida que me interesa que el lector sea productor del texto. Para recurrir a la clásica diferenciación de Barthes: hay textos escribibles y textos legibles. Los legibles son los más clásicos y los escribibles son aquellos que hacen que del lector, precisamente, un productor del texto. En ese sentido no creo que pueda leerse como un elogio de lo incompleto, pero que es algo que busqué.
—¿Con qué tradición te identificarías?
—Mi escritura ha dado muchos virajes. Empecé a escribir mi primera novela bajo el influjo de Saer. Nunca me interesó en Saer ni el elenco estable de personajes, ni el ritual de la carne entendido como asado y sexo, ni el río, ni el paisaje de los árboles: la zona saeriana por excelencia es la frase. Me inquietaba y a la vez me estimulaba tratar de contar esas frases hiperadjetivadas, la hiperpuntuación saeriana, con gerundios y demás. Traté de emularlo a mí manera, pero después empezó a tener supremacía otro tipo de escritura como Lezama, Góngora, la tradición hermética en general, Libertella, Aira, Wilcock. Carlos Ríos -que es un autor me interesa mucho- me señalaba un posible parentesco con Juan Filloy y con el escritor mexicano Daniel Sada, lo que es motivo de orgullo. A Filloy lo he leído mucho y a conciencia.
—Con apenas veintisiete años y ya tres libros publicados, ¿cómo ves tu futuro? ¿Continuando con la exploración de este tipo de lenguaje?
—Probablemente no. Me da cierta pavura proyectar mi escritura, ya no a diez años, si no a esta noche. Tengo un vínculo no resuelto con la noción de estilo. De muy chico leí lo que dice Michaux: el estilo te va ensordeciendo lentamente. La imaginación verbal tiene que estar constamente estimulada, en actividad, si no el texto se vuelve algo yerto. Hay que trabajar en contra de la propia musiquita, lo que me cuesta a mí y debe costarle a la mayoría de los escritores. Por eso me interesa la escritura de Daniel Guebel: hay novelas que me gustan más, novelas que me gustan menos, pero hay una influencia aunque sea lateral de su primer libro, Arnulfo o los infortunios del rey, donde él abrevaba de la picaresca, de Cervantes, para bastardearlo un poco. En ese lenguaje se ve un impulso horadador; algo beckettiano: horadar las palabras para ver qué hay detrás. Muchas veces lo que encontramos no es lo más agradable o no nos gusta, pero tampoco creo que uno escriba para encontrar algo.

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Revista Los Inrockuptibles, abril de 2011

Ramiro Quintana
Los trabajadores del frío
(Acento impar)

La tercera novela de Ramiro Quintana es un ovni hipnótico cruzando el cielo escuálido de la literatura argentina.

“Escribo para huir de lo que entiendo”, decía una voz hacia el final de Ritmo vegetativo (2008), segunda novela de Ramiro Quintana (Buenos Aires, 1983). Escribir, entonces, así, sin saber escribir, aventurándose, perdiéndose, huyendo de lo que se sabe (el pasado, el estilo, etc.): ésa es la premisa (¿la única?) que parece estar detrás de las bellas novelitas de Ramiro Quintana. No tanto el aristocrático “hablar de manera que a ellos les parezca griego” de Góngora. Más bien un don (la lengua subvertida, irónica, cómicamente enjoyada, cada vez más), una ofrenda, un regalo.
Como un viejo brujo, ahora, en Los trabajadores del frío, Quintana sigue regalando frases hipnóticas (lianas, zarcillos: ritmo vegetativo): música sembrada al voleo con un léxico proveniente de una lengua que, sólo por comodidad o pereza, diríamos que es castellana.
Pero ojo: Quintana muta. De El intervalo (2006) a Los trabajadores del frío, pasando por la inédita Acento impar, su prosa no ha cejado de inventarse. De Saer y Sánchez al barroco, y del barroco a la picaresca (española y local): un viaje vertebrado por una auténtica y apasionada curiosidad por el idioma, lleno de escalas, de inquietudes (literarias y de las otras), y en el que, de libro a libro, han ido apareciendo, sutilmente, otras coloraturas, otros ritmos y torsiones: Filloy, Leónidas Lamborghini, Juan Emar, entre otros. El humor (o mejor: la risa), ya presente en El intervalo, ha ido tiñendo la textura. En Los trabajadores del frío irrumpe casi en cada frase. Como si la escritura, consciente de su irrisión ante el abigarramiento inaudito e imposible del mundo, no pudiera hacer otra cosa que autoparodiarse, payasear, volver sobre sí misma para pregonar, a la sordina, su pretenciosa nulidad.
Al igual que Leopoldo, uno de los “trabajadores” de su fábula pastoril, Quintana se recrea, a la usanza del niño que fue, “en invenciones más o menos extravagantes, buscando nuevos límites contra los que atentar, si no un límite infranqueable”. Invenciones, pues, cuyo fin no es otro que ampliar los límites del propio lenguaje, ya que “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” (Wittgenstein). A veces esos límites imponen resistencia; el lenguaje, chúcaro, indócil, no maleable, dificulta el avance. Escribir cuesta. Hay que pagar, no queda otra. La novela entra, así, en caminos laterales, desvíos, inconclusas digresiones, prolifera a la bartola. (–¿A dónde? –A ninguna parte.) Una y otra vez, el relato se interrumpe, se retoma, se interrumpe, se retoma. Pura, bella y pertinaz ineficiencia. Como si eso no alcanzara, la historia “central”, a la par del despliegue de los cómicos desvíos, no ha quedado interrumpida, inmóvil, sino que sigue por abajo, si bien muda, inaudible: “¡Ay!, qué ingenuo fui”, dice en un momento el narrador de Quintana, “al figurarme que la historia (…) se había tumbado a dormir la siesta, porque no sólo siguió andando, sino que lo hizo al galope, arrolladora en su transcurrir”.
Por si todavía hace falta decirlo: Los trabajadores del frío es un libro solitario, único, escrito sin temor a las sanciones del mercado; un libro, o sea, situado a espaldas de la inmediatez, del trapicheo, del ruido fácil y barato que, sin culpa, sabe obsequiarnos puntualmente casi toda la literatura que se publica actualmente en la Argentina.

Mariano Dupont

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Diario La Nación, ADN Cultura, viernes 22 de abril de 2011
El fragor de la lengua
“Con mohín de expósita, una oveja tremulenta, cuyos ojos aún estaban preñados de nocturnidad, revelaba la pulpa solferina de sus encías y una sucesión discontinua de dientes”. Frases como ésta definen el estilo de Los trabajadores del frío, breve ficción que propone un incesante juego barroco con el idioma y relega por completo el compromiso de un argumento. Ramiro Quintana (Buenos Aires, 1983) publicó El intervalo (2006) y Ritmo vegetativo (2008). En medio del fragor paródico de su nuevo libro, se perciben intermitentes crónicas sobre los absurdos habitantes de una aldea. La prosa se esmera en cumplir sus objetivos y se lanza al rescate de palabras olvidadas en el diccionario. Divierte de a ratos, pero por lo general abruma.
Felipe Fernández
Los trabajadores del frío. Por Ramiro Quintana. Acento Impar. 58 páginas. $26



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Diario El Liberal, 2 de octubre de 2011


Por Augusto Munaro
Especial para EL LIBERAL

El pulposo fraseo barroco de Ramiro Quintana ha logrado consolidar con la aparición de su tercera nouvelle, Los trabajadores del frío (Acento Impar Ediciones), una interpretación personal de la lengua.

Si bien ciertas connotaciones innegables del texto apuntan hacia una pulsión lezamesca, el camino que abre su propuesta, al tratarse de una experiencia estética original y arriesgada (muy en especial por su proverbial combinatoria de un vocabulario que rebasa los límites acostumbrados de legibilidad), denota ante todo una voluntad en querer inscribirse contra las normas escriturarias hegemónicas: la complaciente literatura light.

El argumento mínimo entre sus protagonistas Teófilo y Clarisa, acaso una excusa para poder desatar ese fluir oscuro, enigmático -proponiendo la dificultad del lenguaje literario como valor estético-, pronto se pierde en una selva de enrarecidos pliegues descriptivos, potenciando (y desplazando fragmentariamente) sus múltiples niveles de significación. Sus recursos técnicos como por ejemplo guiones largos e hiperpuntuación, se orquestan en función de una imaginación verbal que se derrama desbocada, ofreciendo un estilo altamente elaborado. Resulta indudable que el acento de Quintana está puesto en la lengua, en ese duelo abismal entre las palabras y el ser.

Apuesta que supone -como alguna vez lo fue para Giambattista Marino, en cierta forma Emeterio Cerro, o el mismísimo Góngora-; una revisión cuidadosa de los valores lingüísticos, con una nueva estructuración del idioma. Constituyendo así, un importante esfuerzo en cuanto a la creación de una zona narrativa que se retuerce en sí misma, desentrañando realidades complejas, llena de revelaciones, como los límites siempre ilusorios de la ficción. 

Entrevista



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Revista Llegás, noviembre de 2011


CON TRES NOVELAS IMPOSIBLES DE CLASIFICAR, RAMIRO QUINTANA CONSTRUYE UN UNIVERSO LITERARIO DE MUNDOS EXTRAÑOS QUE GENERAN TANTO ADMIRACIÓN COMO DESCONCIERTO.

“Desde el noctívago tren, mientras tersan, a oscuras, el mapa, advierten, a una velocidad no mayor a los cincuenta kilómetros por hora, un paso fronterizo con su grieta sibila. Pestífero, el tren, traqueteando sobre las vías nervudas, avanza, en forma de bucle, como un verme anchuroso. Cuando dan luz artificial, ven a través de un ojo de buey una inexpugnable ausencia de color. Según el mapa, están internándose, a la velocidad de la época del quimo de los múltiples cordones, en la región en escorzo.”
Así es como empieza Ritmo vegetativo (2008), segunda “novela” de Ramiro Quintana (1983). Antes había publicado El intervalo (2006), después publicaría Los trabajadores del frío (2011). Son tres libros muy delgados, de menos de setenta páginas, una extensión de todos modos suficiente para causar admiración y desconcierto en partes iguales (tal vez porque van juntas).
Aún a pesar de la poca circulación que han tenido los libros, la presencia de su literatura es insoslayable. A sus libros se los ha querido relacionar con un amplio abanico de nombres, que pasa por Saer, Néstor Sánchez, el neobarroco, Juan Filloy, Leónidas Lamborghini, Juan Emar, Wilcock, Bustos Domeq, Valle Inclán, el esperpento, Beckett…

—¿Cómo te llevás con lo que se dice de tus textos?

—Que no se sepa muy bien qué hacer con ellos me causa una fascinación un poco morbosa: me gusta que el libro resulte escurridizo, que no se sepa muy bien desde dónde leerlo, o cómo filiarlo.
—Los mundos extraños que construís, con personajes poco desarrollados ¿cómo surgen?

—Generalmente lo primero que aparece es un tono. Escribí la primera página de Los trabajadores del frío de un tirón. Después vi que naturalmente se iban engarzando pequeños relatos que hacían al mundo de la aldea que se describe. No quería repetir un mismo personaje de relato en relato, tal vez sí un registro de lengua o un tono. Demoré seis meses en escribir las primeras 24 páginas. Después lo terminé en dos semanas. Fui intercalando textos pequeños como si fuesen injertos, y el libro tomó una especie de estructura orgánica.
—¿Por qué optás por casi no hacer progresar el argumento ni desarrollar los personajes?

 —Tiene que ver con el desdén por la anécdota y por la sospecha que tengo hacia el deber ser del relato: que el relato debe desarrollar más o menos linealmente un argumento, tener personajes que parezcan personas que el lector pueda identificar, abrevar en una lengua que se nutra del castellano que se habla aquí y ahora, ceñirla a la ciudad en que uno escribe y a la tribu en que uno se mueve. Todo eso es lo rechazo.
—¿Por qué?

 —Si un libro se me presenta como demasiado masticado, si no requiere una participación activa del lector, me aburre. El no entender me resulta mucho más movilizante que una historia bien contada.
—¿Pensás que en la literatura todo queda en lo escrito, o hay algo más?

—Sí hay. Digamos que es un algo que se vuelve escurridizo a la hora de ponerlo en palabras, y cuya estela queda como una suerte de fondo ondulante que repercute sobre la superficie, o como una suerte de vórtice. Leía un ensayo de Roberto Merino que habla de la ilegibilidad. Dice que tiene que ver con que no somos totalmente dueños de las palabras que convocamos. Creo que algo de ese orden es pasible de ser asociado con lo que escribo. Como si buscara algo que me resulte incomprensible.

—¿Eso está presente también en el lenguaje?

—En Ritmo vegetativo hay un grado de saturación verbal por línea que hoy incluso me ocasiona dificultades transitar. Como si no pudiera dar cuenta cabal de su procedencia. Por supuesto que sé en quiénes abrevo, qué tipos de decisiones tomo, pero cuando eso encuentra su encastre, también a mí me inocula un plus de extrañeza.
Texto: Ezequiel Alemian
Fotografía: Armando Camino